Virus y cabeza

Uno de mis últimos gurús de cabecera de los que me nutro en Twitter, Paco Mariño, escribió hace unos días: “Yo creo que de esta los que ya eran buenos, saldrán siendo más buenos, y los que eran ruines, saldrán siendo más ruines. Cartesiano.” Meridiano, vendría a decir yo, para hacer un guiño planetario (y un homenaje a Greenwich) al evento globalizador más potente (por dañino) de lo que llevamos de siglo, de milenio. Esta semana sin carreras que comentar vengo a esta recta de atrás de MRN a hablar poco de MotoGP (si quieres, salta directamente a los tres últimos párrafos) porque prefiero pelear contra esta máxima que se está cumpliendo categóricamente (y lamentablemente) en plena guerra mundial del coronavirus. Me rebelo, por una razón: todos estamos a tiempo de elegir quiénes queremos ser. Vamos a ello. Proa a la tormenta, como dice Paco.

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El publicista Paul Arden se hizo (aún más) millonario con un panfleto que se titulaba “Lo que sea que pienses, piensa lo contrario”. La cascada de reproches al prójimo (ya sea gobierno, oposición, ciclista o runner rebelde) está inundando nuestro confinamiento de redes sociales, ahora más activas que nunca. Confrontamos sin piedad con razones, motivos y (en el caso de los insolidarios) con el peso del imperio de la ley, desde luego. Pero el crecimiento del encono entre conciudadanos tiene un precio personal elevado: el que te enfada te vence. Y para defenderte de esa derrota puedes anticiparte; y pensar (un segundo al menos) lo contrario de aquello de lo que estás tan convencido. Es un ejercicio de empatía difícil dadas las circunstancias, pero muy efectivo para el sistema inmunológico mental (que me acabo de inventar como concepto metafísico) tan necesario en estos tiempos decadentes. Comprende a tu enemigo, no sólo para ganarle; sino para no perder demasiado cuando lo consigas.

Porque una de las cosas que tengo claras de esta guerra del siglo XXI es que el adversario no es un virus, sino nosotros mismos (y cada uno consigo mismo) cuando las cosas se ponen feas de verdad. Sencillamente, no estamos preparados para sufrir; y por eso a veces no damos la talla, insisto: ni con nosotros mismos. Llevamos lustros viviendo el deporte, la política e incuso la medicina como parte de un negocio-espectáculo global en el que la felicidad es un estado de ánimo que viene impuesto por decreto ley; como un selfie de Instagram. Si queremos algo solamente tenemos que desearlo con mucha fuerza: “los sueños se cumplen si los persigues con ahínco” nos llevan diciendo nuestros héroes de alquiler (desde el podio o subidos a una tribuna) desde pequeñitos. Y, ahora lo sabemos, eso es mentira.

Hemos sido educados en el mantra de “lo importante es participar” cuando la vida va de ganar o perder y, efectivamente: al final siempre, siempre, siempre, es la misma vida la que se pierde. Nuestro pecado original como sociedad decadente y mimada es haber crecido de espaldas al horror: eso que sale en la tele y les pasa a los demás. El cáncer, el hambre, las guerras; hasta los accidentes de tráfico eran tragedias ajenas de las que era mejor no hablar. Incluso cuando te tocaban de cerca se escondían porque nadie quiere ver cómo sufres y no puedes ir por la vida como un perdedor, como una víctima. Ahora, una pandemia nos examina de esa asignatura a la que no fuimos a clase. Y suspendemos, claro.

Dentro de nuestro confinamiento casero (y mental) propongo un ejercicio (también mental; y muy casero) que cualquier coach de tres al cuarto catalogaría como de dificultad media. Ni caso: es un Himalaya personal que, espero, satisfaga tanto como “hacer cumbre” haciéndonos a la vez, esta pregunta: ¿Qué he hecho, o qué estoy haciendo, mal, desde que el coronavirus entró en nuestras vidas? Y lo más importante de todo: respondiéndola. Ya, si queremos escalar el Everest, propongo contarlo en público. Empiezo yo mismo: arrogante, inmaduro y egoísta hasta el paroxismo, exhibicionista de las redes sociales hasta el punto de sufrir una adicción mental que ni el Irish Whiskey ha conseguido, en el plano corporal, mancillé una de las sentencias más brillantes de la sabiduría popular que he leído jamás, en el inicio de esta crisis: “No hay peligro suficiente para tanto miedo”.

Me burlé del virus y de quienes se preparaban para la pandemia. Y lo peor de todo: lo perpetré sin saber que lo estaba haciendo. Y sin saber lo que estaba haciendo. A la sazón, frivolizar; como dictaba la corriente de pensamiento único imperante en esos primeros días de marzo. Un mantra de superioridad, ojo, que empapaba a todas las ideologías: desde medio país en la calle ejerciendo el derecho a manifestarse como un mitin en una plaza de toros cubierta, pongo por caso. Me reía del mundo jugando en el universo de las redes a Juan Sin Miedo. Y ahora estoy (como creo que todos estamos, como creo que toca) acojonado.

Este simple ejercicio de autocrítica es perfecto para enfrentarse a la batalla de las redes sociales con un arma de comprensión masiva: todos somos iguales a los ojos del bicho. Suena bíblico; y de hecho el escenario es apocalíptico. Pero, superado el terror, hay que refugiarse en el efecto democrático del virus, que no distingue individuos ni fronteras. Como escribió Paul Theroux: “busquemos la verdad en la naturaleza: nada está acabado, nada es eterno.” Eso no quiere decir que nos olvidemos de exigir responsabilidades a una clase política que, por ejemplo, no es capaz de aplicarse un ERTE a sí misma; o que le demos la espalda a la prensa contestataria con el poder. Al contrario: sin crítica inmisericorde no hay democracia.

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Pero (intentaré terminar hablando de MotoGP) insisto: hay que pensar por un segundo lo contrario de lo que se piensa. Para descubrir, la mayoría de las veces, que caemos en debates irrelevantes. En lo que se refiere al campeonato que arrancó en falso en Losail, la ausencia de la categoría reina desató una oleada de pensamiento único sobre lo mucho que le convenía esta situación a Marc Márquez. Pues bien: ya en ese momento pensé lo contrario; y hoy estoy convencido de que el principal perjudicado de la situación, con dos carreras perdidas hasta el momento (y ya veremos qué, cuándo y cómo) es precisamente el vigente campeón del mundo de MotoGP.

Marc Márquez puede estar cojo, manco o tuerto; que en la parrilla de salida de un Gran Premio será, por mucho tiempo, el hombre a batir. Y en Qatar hubiera tocado podio, en Tailandia habría arrasado; y ahora estaríamos hablando del líder de la clasificación sin acordarnos de su maltrecho hombro. ¿Por qué? Porque eso es lo que mejor sabe hacer: enfrentarse a la rutina de la adversidad, a la dictadura del calendario con su actitud proverbial. Ahora MotoGP está suspendido y el tirano colgado (como todos: la democracia del virus) en su casa. Enfrentándose a un enemigo mucho peor que una lesión: la incertidumbre.

Marc es un animal de batalla. Como Fabio, como todos. Como ése Valentino (que está de vuelta de todo al fin y al cabo) al que tiene la ocasión de empatar… ¿este año? Habrá que esperar a que empiece. Y todo esto es a lo que se tiene que enfrentar. Y todo eso es lo que le convierte en el principal perjudicado, al revés de lo que podría parecer, de semejante situación. La fortaleza mental de Marc, para volver a luchar por el título cuando el virus le deje, está más amenazada que la fortaleza económica de Dorna para sujetar el mundial, hasta que pueda volver a celebrarse. El convencimiento de que ambos darán la talla no quita que el reto esté, por ahora, pendiente de ser superado.

Virus y cabeza, parroquia. La que yo no tengo, por cierto: consejos vendo… Celebremos que estamos vivos mientras lo estemos: nadie ha vuelto jamás a contarnos cómo es la fiesta que dicen que se celebra en la otra orilla.

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